Érase una vez el cuerpo humano
En este día de estornudos, tos y fiebre me gusta imaginar historias microscópicas...
Mi nombre es Peter Deckard, unidad especial de la patrulla inmunológica A-5. Me dedico desde hace años a acabar con las bacterias patógenas que intentan acceder a Ciudad Pulmonar, una de las capitales del cuerpo humano, un núcleo industrial en el que miles de factorías se encargan de proporcionar oxígeno a la sangre.
Son malos tiempos para un tipo como yo, un veterano jefe de patrulla que ha vivido mucho y que ha visto, impotente, cómo en los últimos años todo ha ido a peor.
Recuerdo el día en el que Flemming nos recompensó con un grupo de bacterias arrestadas dispuestas a confesar la sustancia que las mataba. Ese mismo día, varias células de memoria T4 aparecieron por sorpresa en nuestra oficina de inmunología. Eran células infiltradas entre las bacterias malignas. Pero, ahora, con todos esos presos en nuestro poder, las T4 sonsacarían más información de la que hubieran recopilado en meses de trabajo.
A partir de entonces todo fue como un sueño. Gracias a la información que nos proporcionaban las T4, los chicos y yo desmantelamos todas y cada una de las mafias bacterianas de la ciudad.
Bang, bang, bang, salid con las flagelos en alto.
Arrestamos a los secuaces de Capo Espirilo, a toda la banda de los estreptococos, a Madame Espiroqueta y sus socios…Ciudad Pulmonar quedó libre de enfermedades, limpia de residuos tóxicos, sin corrupción bacteriana, sin criminales.
Aunque mantener sana la ciudad supusiera un esfuerzo titánico, mi sueldo y mi popularidad no dejaron de aumentar. Gozaba de prestigio en todo el cuerpo humano, de la cabeza hasta los pies, tanto, que las más sensuales plaquetas de la ciudad me invitaban a pasar la noche en sus casas. Jazz, fiesta, ruedas de prensa, fama…felicidad.
Sin embargo, la gloria de la patrulla inmunológica desapareció como las lágrimas en la lluvia. Y es que cada vez que sabíamos de la existencia de nuevas bacterias, nuestro dios humano regaba la ciudad con medicinas y antibióticos. Las primeras lluvias fueran de gran ayuda pero llegó un momento en que no paraba de llover. Las bacterias, que tienen una gran capacidad para adaptarse a los ambientes peligrosos, consiguieron mutar y reorganizarse. Con el paso de los días, nuestras armas dejaron de tener efecto, por lo que el sindicato del crimen conquistó la periferia de la capital respiratoria.
Después de aquel recuerdo dulce que acaba amargándose, terminé de redactar todos los informes que ocupaban mi mesa. Ahora, todos volvíamos a vivir con miedo en Ciudad Pulmonar por culpa de un humano que se medica sin demasiada consciencia.
Por fin, la dura jornada de trabajo había acabado, encendí el motor de mi coche, conecté la radio y me miré en el espejo retrovisor. El reflejo de mi rostro casi me asustó: nunca había tenido el ceño tan fruncido. Había caído en la cuenta de que odiaba ser un glóbulo blanco.
Mi nombre es Peter Deckard, unidad especial de la patrulla inmunológica A-5. Me dedico desde hace años a acabar con las bacterias patógenas que intentan acceder a Ciudad Pulmonar, una de las capitales del cuerpo humano, un núcleo industrial en el que miles de factorías se encargan de proporcionar oxígeno a la sangre.
Son malos tiempos para un tipo como yo, un veterano jefe de patrulla que ha vivido mucho y que ha visto, impotente, cómo en los últimos años todo ha ido a peor.
Recuerdo el día en el que Flemming nos recompensó con un grupo de bacterias arrestadas dispuestas a confesar la sustancia que las mataba. Ese mismo día, varias células de memoria T4 aparecieron por sorpresa en nuestra oficina de inmunología. Eran células infiltradas entre las bacterias malignas. Pero, ahora, con todos esos presos en nuestro poder, las T4 sonsacarían más información de la que hubieran recopilado en meses de trabajo.
A partir de entonces todo fue como un sueño. Gracias a la información que nos proporcionaban las T4, los chicos y yo desmantelamos todas y cada una de las mafias bacterianas de la ciudad.
Bang, bang, bang, salid con las flagelos en alto.
Arrestamos a los secuaces de Capo Espirilo, a toda la banda de los estreptococos, a Madame Espiroqueta y sus socios…Ciudad Pulmonar quedó libre de enfermedades, limpia de residuos tóxicos, sin corrupción bacteriana, sin criminales.
Aunque mantener sana la ciudad supusiera un esfuerzo titánico, mi sueldo y mi popularidad no dejaron de aumentar. Gozaba de prestigio en todo el cuerpo humano, de la cabeza hasta los pies, tanto, que las más sensuales plaquetas de la ciudad me invitaban a pasar la noche en sus casas. Jazz, fiesta, ruedas de prensa, fama…felicidad.
Sin embargo, la gloria de la patrulla inmunológica desapareció como las lágrimas en la lluvia. Y es que cada vez que sabíamos de la existencia de nuevas bacterias, nuestro dios humano regaba la ciudad con medicinas y antibióticos. Las primeras lluvias fueran de gran ayuda pero llegó un momento en que no paraba de llover. Las bacterias, que tienen una gran capacidad para adaptarse a los ambientes peligrosos, consiguieron mutar y reorganizarse. Con el paso de los días, nuestras armas dejaron de tener efecto, por lo que el sindicato del crimen conquistó la periferia de la capital respiratoria.
Después de aquel recuerdo dulce que acaba amargándose, terminé de redactar todos los informes que ocupaban mi mesa. Ahora, todos volvíamos a vivir con miedo en Ciudad Pulmonar por culpa de un humano que se medica sin demasiada consciencia.
Por fin, la dura jornada de trabajo había acabado, encendí el motor de mi coche, conecté la radio y me miré en el espejo retrovisor. El reflejo de mi rostro casi me asustó: nunca había tenido el ceño tan fruncido. Había caído en la cuenta de que odiaba ser un glóbulo blanco.